
Desde el comienzo de nuestra evangelización se educó a los cristianos en el amor y la devoción al Santísimo Sacramento…. En muchas parroquias se celebran cada año las Cuarenta Horas, y de forma periódica otros modos de adoración al Santísimo Sacramento. Existen desde el siglo XVI cofradías del Santísimo en diversas ciudades de Venezuela. Para inculcar en el ánimo del pueblo la fe en la presencia real los evangelizadores promovieron expresiones populares como los Diablos danzantes, que han llegado a ser un elemento integrante de la cultura y el folklore en varias regiones del país. La costumbre de llevar la Eucaristía a los enfermos y el Viático a los moribundos tiene en muchos lugares un sentido y solemnidad profundos, con ornato especial no exento de belleza y devoción. Desde finales del siglo XIX se incrementó con fuerza el culto y adoración a la Eucaristía, que culminó con la consagración de la República al Santísimo Sacramento, y en 1907 con el I Congreso Eucarístico Nacional. A mediados del siglo XX las diócesis y los movimientos de apostolado promovieron campañas para la comunión pascual, sobre todo entre los varones adultos, que con frecuencia descuidaban la recepción de este sacramento.
A finales del siglo XIX, después de la difícil situación que debió afrontar la Iglesia durante la Independencia y la primera época republicana , y en vista de las nuevas perspectivas que se vislumbraban, surgió la iniciativa de consagrar la República al Santísimo Sacramento. El culto a Jesús sacramentado estaba teniendo entonces gran incremento, especialmente desde la fundación de la adoración perpetua en la Iglesia de Las Mercedes, en Caracas, en 1882. Pero el principal propulsor de la consagración oficial fue el Pbro. Juan Bautista Castro, capellán de la Santa Capilla, hombre ilustre por muchos títulos y más tarde Arzobispo de Caracas. Para preparar este homenaje fue constituida una Junta Nacional, la cual solicitó del Episcopado Nacional, que consagrara a perpetuidad la República a Jesús Sacramentado. Esta petición fue unánimemente acogida por los Obispos, y así, el 2 de julio de 1899 el Arzobispo de Caracas, Mons. Críspulo Uzcátegui, leyó por sí y en nombre de todos el Acto de la Consagración.
reconfortante comprobar cómo desde entonces la vida eclesial floreció en Venezuela. Ello se manifiesta en la creación de nuevas diócesis, así como de seminarios e instituciones educativas de todo nivel, el retorno de las órdenes religiosas y la fundación de institutos femeninos de vida consagrada. Momento de singular trascendencia fue la firma del Convenio entre la Sede Apostólica y la República de Venezuela, instrumento jurídico por medio del cual se ha regulado la relación Iglesia – Estado desde 1964 hasta nuestros días. Desde entonces hasta hoy, la Iglesia ha realizado la reforma promovida por el Vaticano II, fundó la Conferencia Episcopal Venezolana, y ha planificado sucesivos planes conjuntos de pastoral; han florecido los movimientos laicales y las vocaciones sacerdotales y religiosas. Muchos frutos de este renacer tienen que ver directamente con el culto al Santísimo Sacramento, a saber: la creación de institutos de vida consagrada con un carisma específicamente eucarístico; la extensión de los movimientos eucarísticos con análoga orientación; la fundación de santuarios para la adoración perpetua en diversos lugares del país; la celebración de los congresos eucarísticos de 1907, 1925 y 1956. El último de estos congresos fue también el II Bolivariano.
Fuente: Conferencia Episcopal Venezolana
Acto de Consagración de la República de Venezuela al Santísimo Sacramento
Soberano Señor del Universo y Redentor del mundo, clementísimo Jesús, que por un prodigio inenarrable de tu caridad te has quedado con nosotros en este sacramento hasta el fin de los siglos; aquí venimos a tus pies a proclamarte solemnemente y a la faz del cielo y de la tierra, nuestro único rey y dominador santísimo. A quien consagramos todos nuestros afectos y servicios y a quien ponemos todas nuestras esperanzas. Tú eres nuestro Dios, y no tendremos otro alguno delante de tí, en tus manos ponemos nuestra suerte y con ella los destinos de nuestra patria. Muchos te hemos ofendido, y como el hijo pródigo hemos disipado en los desórdenes tu herencia, perdónanos que ya volvemos con espíritu contrito a tu casa y a tus brazos. Recíbenos, salvador nuestro, y concédenos que venga a nosotros tu reino eucarístico. Levanta bien alto tu trono en nuestra República, a fin de que en ella te veas glorificado por singular manera y sea honra nuestra, de distinción inapreciable, el llamarnos la República del Santísimo Sacramento. Te entregamos cuanto somos y cuanto tenemos cubre nuestra ofrenda con tú mirada paternal y hazla aceptable y valiosa en tú divina presencia.
Otra vez te pedimos nos recibas, que no nos deseches, y que este acto de nuestro amor y de nuestra gratitud sea repetido, cada vez con mayor fervor, de generación en generación, mientras Venezuela exista, para que jamás la apartes de tú Sagrado Corazón. Que así sea para nuestra vida del tiempo y después... Por los Siglos de los Siglos.
Amén.

En cuanto se fueron los ciegos, le presentaron a un mudo que estaba endemoniado.
El demonio fue expulsado y el mudo comenzó a hablar. La multitud, admirada, comentaba: "Jamás se vio nada igual en Israel".
Pero los fariseos decían: "El expulsa a los demonios por obra del Príncipe de los demonios".
Jesús recorría todas las ciudades y los pueblos, enseñando en las sinagogas, proclamando la Buena Noticia del Reino y curando todas las enfermedades y dolencias.
Al ver a la multitud, tuvo compasión, porque estaban fatigados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor.
Entonces dijo a sus discípulos: "La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos.
Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha."
“Jesús recorría todas las ciudades y los pueblos..., proclamando la Buena Noticia del Reino”
La presencia de los fieles cristianos en los grupos humanos ha de estar animada por la caridad con que Dios nos amó, que quiere que también nosotros nos amemos unos a otros (Jn 4,11). En efecto, la caridad cristiana se extiende a todos sin distinción de raza, condición social o religión; no espera lucro o agradecimiento alguno; pues como Dios nos amó con amor gratuito, así los fieles han de vivir preocupados por el hombre mismo, amándolo con el mismo sentimiento con que Dios lo buscó. Pues como Cristo recorría las ciudades y las aldeas curando todos los males y enfermedades, en prueba de la llegada del Reino de Dios, así la Iglesia se une, por medio de sus hijos, a los hombres de cualquier condición, pero especialmente con los pobres y los afligidos… Participa en sus gozos y en sus dolores, conoce los anhelos y los enigmas de la vida, y sufre con ellos en las angustias de la muerte. A los que buscan la paz desea responderles en diálogo fraterno ofreciéndoles la paz y la luz que brotan del Evangelio.
Trabajen los cristianos y colaboren con los demás hombres en la recta ordenación de los asuntos económicos y sociales. Entréguense con especial cuidado a la educación de los niños y de los adolescentes… Tomen parte, además, los fieles cristianos en los esfuerzos de aquellos pueblos que, luchando con el hambre, la ignorancia y las enfermedades, se esfuerzan en conseguir mejores condiciones de vida y en afirmar la paz en el mundo…
La Iglesia, con todo, no pretende mezclarse de ninguna forma en el régimen de la comunidad terrena. No reivindica para sí otra autoridad que la de servir, con el favor de Dios, a los hombres con amor y fidelidad.
Trabajen los cristianos y colaboren con los demás hombres en la recta ordenación de los asuntos económicos y sociales. Entréguense con especial cuidado a la educación de los niños y de los adolescentes… Tomen parte, además, los fieles cristianos en los esfuerzos de aquellos pueblos que, luchando con el hambre, la ignorancia y las enfermedades, se esfuerzan en conseguir mejores condiciones de vida y en afirmar la paz en el mundo…
La Iglesia, con todo, no pretende mezclarse de ninguna forma en el régimen de la comunidad terrena. No reivindica para sí otra autoridad que la de servir, con el favor de Dios, a los hombres con amor y fidelidad.